Me acuden los recuerdos,
el ruido es ensordecedor,
pongo la música más baja,
de fondo, por si retomo
el equilibrio, que no me caiga
a cualquier husillo que surja
en la acera, y pienso, o creo
pensar sin llegar a entender.
Me acuden ciertos recuerdos,
—solo ciertos— y construyo
con su argamasa un chiringuito,
la playa al fondo, quieta, caliente,
las sombrillas cual antenas antiguas
sobre los techos de pisos de tres
plantas, de PROTECCIÓN oficial,
donde en uno de ellos viví
mis primeros ocho años
—los más decisivos—,
los que esculpieron el recipiente
donde después se depositaron
los aprendizajes, los recuerdos,
cual argamasa...
Me acude ya solo alguno que otro,
como si saliera sin verse
de la mente un flujo ectoplásmico,
inapreciable siempre, que tuviera
final, fecha de caducidad,
tal que ya, ahora, las últimas gotas,
dificultosas, se forman saliendo
de la tubería de un grifo desierto
tras un corte de suministro, agua
que antes circulaba y se torna
preciosa, carísima, ansiada;
y se valora isofacto, en ese ya
o instante, solo, todo lo que supone
su existencia, su no poder ser falta,
desértica, seca, invisible, inexistente.
¿Para qué necesito albergar recuerdos?
Buena pregunta para alguien sin
respuestas porque no sabe, porque
no ha nacido para saber sino solo
para preguntar, solo, ya que el saber
es solo patrimonio de dioses y yo,
minúscula mota de polvo, me doy
con un canto en los dientes por solo
volar, no perecer ante el erosionante
empuje de un viento anunciando lluvia,
y yo, de una arquitectura tan deleznable
como efímera, no me siento sobrevivir,
no me tengo en poseer la corpulencia,
la invulnerabilidad necesaria, no.
Me acuden los recuerdos...
pero no tengo ya dónde alojarlos.