Alzaste tu sombra
entre los jardines de la Belleza,
donde el amor canta con voz de lira
y las rosas no mueren, aunque sangren.
Diste al idioma la música de las esferas,
soñaste mujeres de mármol,
de humo, de aurora, y las amaste
con un fuego que no quema la carne,
sino el alma.
Oh, príncipe de la palabra,
tus versos aún flotan como cisnes blancos
sobre el lago del deseo. “Juventud, divino tesoro…”
¡y cómo lloraste su fuga en cada beso que no volvió!
Tus mujeres tenían nombre de estrellas,
ojos de esfinge, y andaban descalzas
por tu verso como diosas que no tocan el suelo.
Y tú, pobre mortal inflamado,
les ofrecías tus himnos
como quien sacrifica su aliento.
La amada era un templo y un abismo,
un poema de rubíes que dolía,
como duele lo imposible.
“Lo fatal” no era la muerte,
sino el amor que se va
sin prometer regreso.
Poeta de los cuellos de alabastro,
de los labios que no responden,
de la carne hecha música,
aún tiemblan tus rimas
en los espejos de la luna.
Ahora te recordamos
no como mármol,
sino como fuego que arde aún
en las sílabas enamoradas,
en los cuerpos que buscan consuelo
en la belleza sin tiempo
que tú cantaste.
Tu corazón fue arpa,
eco,
copa desbordada.
Y tus versos,
perfume de un amor
que nunca dejó de sangrar.