Solo brotan desiertos donde antes hubo jardines,
cada emboscada, una lágrima vestida de medalla.
El amor se trueca por uniformes,
y los niños juegan a morir sin saber que no es un juego.
Las madres, costureras del llanto,
tejen pañuelos con los nombres de sus hijos caídos,
y los hombres en tronos de humo
brindan con pólvora por la paz que nunca llega.
Un infante —cometa sin cielo—
balbucea en su idioma de inocencia
que solo quiere pan y cuentos,
pero la guerra le sirve fuego y ceniza.
Y él dice, sin saber de política:
para la guerra, nada.
Los mercaderes del miedo reparten banderas,
cobran en oro los cadáveres del pueblo,
y llaman héroes a los que murieron
por razones que ni el viento entiende.
El trovador —juglar sin escenario—
es callado por la metralla,
su guitarra es ahora una cruz rota,
y sus versos, migajas bajo botas relucientes.
Los discursos son poemas vacíos
leídos por lenguas vestidas de patria,
mientras la verdad se esconde,
muerta de miedo,
detrás del último muro sin disparar.
Y al final, solo queda el eco,
el eco de una patria hecha de espejismos,
repitiendo con amarga ironía,
como quien lanza un brindis al vacío:
Para la guerra, nada.