He aquí el oprobio de los demonios resonando en mi cabeza.
Muchas han sido las tristezas de mi cuasi-petrificado corazón.
Inveterado es el veneno que marchita la gracia del Creador,
proemio de escritos taumatúrgicos que solo desvelan mi alma.
El día se hizo noche, y mi noche se hizo lóbrega y gélida.
La envidia pernocta y abraza los hilos de oro,
aquellos que llevan a la obscuridad sin retorno.
¡Cuán bello es el sufrimiento que se provoca para la redención!
Más en tus perpetuas manos está mi vida, Señor.
La reticencia es preludio de mi amargura,
vacuo sería mi anhelo celestial sin la acongoja de mis sentidos.
Siento que me he envuelto en el execrable manto infernal.
Trata el pobre vocinglero dar un estipendio verbal,
más su guarda le juzga con vehemencia;
mitigando su inverecundo ser que, otrora, fuera deidad;
tú, Dios mío, enseñas la humildad.
Mas Tú, ¡Oh, Poderosísimo! Has expuesto mi
lúbrico corazón en los altares más excelsos.
La vanidad del hombre es el poder;
cayendo en la tautología de la concupiscencia;
ea pues, Mi Reina Celestial. Sé tú mi abogada,
amuralla mi corazón del asedio demoníaco;
pues el Leviatán está pronto con sus saetas,
como tirador Inglés que sabe perfectamente
en donde atacar.
El pecado se hace corpóreo,
todo arde y quema a la inerme ánima;
ente que solloza entre secas grutas de lo que,
alguna vez fueron manantiales de alegría.
Presta oído, Señor, no abandones a tu siervo.
Que la oración sea el refugio del pecador,
y que la eterna noche de la que no regresa nadie,
no vaya a ser mi morada después de este viaje.
Oro y azabache, Padre. Cierro ahora mis ojos,
guía mi alma durante todo este suplicio purgatorio,
al cual, estoy a punto de entrar.
Di mi nombre, y sabré que estoy listo.