Manuel no lo sabía
—no es la primera vez
que parto con esta frase,
¿o era una parecida?—.
Manuel no sabía
que la hiedra, tras trepar
el empinado mampuesto
de un muro, se muere
al llegar a su filo posterior,
cual náufrago que tras superar
el rosario de obstáculos del mar
toca la orilla para morirse.
Manuel era un hombre bueno
—algo cándido, diría—, y por ende
confiado en que el que se le posa
enfrente, la otredad, disfruta
de esa misma bondad y por ende
de su mismo interés por mezclarse
con el otro en el corto espacio
de tiempo que ofrece un encuentro,
una coincidencia, un —cual si fuera
un Halley que cada setenta y seis años
nos visita— azar del destino, y no, no
toda la otredad goza de lo que él goza
—aunque dice que sufre en silencio—,
pero estoy seguro de que en esos momen
tos de autorreunión, de mirarse hacia den
tro, en ese espejo que todos tenemos
pero que muy pocos se atreven a mirar,
elasticará una sonrisa de satisfación,
de esas que son bocadillo de esos de choco
late a media tarde y un batido, y mirará
al cielo sintiéndose cumplido en su deber.
Manuel murió, ayer, de repente, dicen
que fue un escape cerebral, alguna venilla
ya débil de tanto tránsito claudicó de sangre
mientras dormía, en el mejor momento
de morir, cuando se está muerto y se respira...
Su madre es un ecce homo de desolación,
y su novia, atónita, preguntándole a Dios
el por qué tan pronto —solo llevaban dos
meses y estaba empezando a enamorarse
de él, de su bondad sin límites, de su dar—...