LOURDES TARRATS

AMANTES

Eran amantes secretos.
Eran amantes.
Yo, agazapada entre hojas húmedas,
y mi aliento contenido entre espinas,
los vi.

Ella, desbordada,
desnuda de juicio y de vergüenza,
le hacía el amor con una entrega
que no se aprende —se siente.

No había palabras.
Solo un silencio sagrado
como el de los templos
antes del sacrificio.

No existía el tiempo.
Solo ellos,
entrelazados,
suspiros que se buscaban
y se devoraban despacio.

Movimientos lentos,
espasmos profundos.
Un vaivén de agua y sombra,
caricias como oleaje manso
rompiendo contra cuerpos abiertos
sin horario,
sin castigo.

Ella se inclinaba sobre él
como hembra hambrienta de eternidad,
y él la bebía,
gota a gota,
como quien no quiere finalizar un deseo.

¡Qué espectáculo,
señoras y señores!
¡Lo que con mis ojos vi!
Y no fue en sueños,
ni en la mente,
sino en carne y noche clara.

No he de contar precisamente
los detalles,
por pudor.
(Pero les juro, señoras y señores:
hubo gemidos que se escuchaban al más allá.)

 

Sentí celos.
Sentí envidia.
Una rabia sorda,
como un cuerpo olvidado en invierno.

Presencié aquello
que todos soñamos en la penumbra
y pocos vivimos con el alma desnuda.

Eran amantes.
Sí, eran amantes secretos.
Yo, escondida entre el arbusto,
los vi.

Eran amantes.
Sí, secretos amantes.
La Luna y el Riachuelo.

Y les repito,
con la voz temblando
y el alma caliente de poesía:
¡Señoras, señores…
yo los vi!

Y entonces comprendí —
que no era el escándalo ni el pudor                                                          lo que apretaba en el pecho,
era hambre.

 No de amor,
sino de algo más sagrado:
el roce sin culpa,
la entrega sin nombre, el temblor puro
de dos cuerpos que se encuentran
sin pedir permiso a Dios ni al reloj.

Ellos no hablaban,
porque el lenguaje les estorbaba.

La Luna se abría sobre el Riachuelo
y él la recibía
como yo soñaba ser recibida:
entera,
lenta,
mojada de cielo.

Y entonces,
mientras las hojas me rozaban el cuello
como dedos curiosos,
supe
que también yo soy río,
que también puedo desbordar,
que también
merezco ser adorada
como Luna descendiendo en carne.

El amor verdadero
no siempre se esconde entre cuerpos,
sino entre elementos que se tocan sin miedo:
luz que se curva, agua que se abre,
piel y corriente sin moral ni medida.

Ellos me enseñaron a desear como diosa.

—L.T.