A ti, madre excelsa, matriz de ternura,
te revelé al fin mi verbo escondido,
mis versos, nacidos con alma y hondura,
brotaron temblando del pecho dolido.
Cual lirio en la bruma tu llanto emergía,
cristalino y puro cual canto sagrado;
¡oh lágrima viva, que en su melodía
sellaste mi arte con sello dorado!
Lloraste, divina, no de amargura,
mas de un gozo arcano, de un íntimo aliento;
y en tu sollozar hallé la dulzura
que da al trovador su más fiel cimiento.
Tus ojos brillaban cual luna de estío,
al ver que tu hijo su alma entregaba;
y yo, que en silencio vivía el desvío,
sentí que mi esencia por fin te abrazaba.
Tus lágrimas, madre, gemas del cielo,
no fueron rocío, fueron testamento:
de amor verdadero, de eterno consuelo,
del lazo que nutre mi soplo y mi intento.
Y juro, en mi exilio de sombras calladas,
que en cada estrofa que el alma me dé,
guardaré tus perlas, sagradas, sagradas…
¡como el tesoro que nunca soltaré!