Te escribí tantas veces sin enviarte nada,
con manos temblorosas y el pecho encendido,
cada palabra era un pedazo de mi alma
desnuda, rota, pero aún contigo.
Te contaba del café que no sabe igual,
del abrigo que guardo aunque no hace frío,
de las calles que no caminé jamás
porque cada rincón recuerda tu abrigo.
Te hablaba de sueños que ya no persigo,
de canciones que cambian al llegar tu nombre,
de lo difícil que es seguir siendo testigo
de un amor que ya no tiene a dónde.
Y no las envié…
porque nunca supe si querías leerlas,
si el eco de mi voz aún vive en tu sien
o si ya borraste cada una de mis huellas.
Pero aún las guardo,
como se guardan las cosas que duelen,
en un rincón de mi pecho, callado,
donde los recuerdos lentamente mueren.