Dejar de vivir,
es permitir que el dolor domine nuestro ser,
que el intelecto extermine su misterio,
y nos deje frente a un espejo,
mirando sus elementos como somos,
atiborrados de razonamiento,
carentes de sueños,
sin espacios en el azul para los barriletes,
sin el éxtasis del sol sobre las montañas,
sin la libertad de la lluvia,
para humedecer el campo desnudo,
los cuerpos despojados,
las miradas emancipadas.
Dejar de vivir no es morir,
es buscar un por qué en el amor,
o intentar descubrir la solución al sentimiento,
cuando apenas brota la primera lágrima,
y no se reconoce el recuerdo de la nostalgia,
como si el espíritu viajará entre sombras,
buscando otro ser,
otra alma que apacigüe el existir,
como si el hombre estuviera fuera de sí mismo,
sin palabras, sin afectos.
Dejar de vivir,
es engendrar en lo cotidiano una locura,
para convertir los tropiezos en derrotas,
y las caídas en fracasos,
como pretendiendo salvarnos,
con la estrangulación del pánico,
o escapar de nuestra naturaleza,
por la escalera de incendios,
como si los miedos se vencieran huyendo,
y la libertad sólo fuera renunciar a lo que somos,
Si, dejar de vivir es olvidar el verso,
nutrir las imágenes de fantasmas,
y alinear el alma a un nuevo sufrimiento.