vivo atrapado
entre dos tipos de desconexión:
con las personas,
son las palabras las que fallan —huidizas, escurridizas—
dejándome en islas de silencio
mientras la conversación continúa sin mí;
con la música,
son los significados los que se escapan
dejándo solo
la esquelética belleza del andamiaje sonoro;
a veces me pregunto
si no es la misma desconexión
vista desde lados opuestos:
en un caso,
la estructura permanece (sé lo que quiero decir)
pero faltan los símbolos;
en el otro,
los símbolos se desvanecen (letras, voces, palabras)
pero la estructura resplandece;
este cerebro
—brillante en algunos momentos, frágil en otros—
procesa el mundo a su manera:
como un instrumento calibrado
para detectar patrones profundos
a costa de detalles superficiales
que otros dan por sentado
aprendí a navegar por océanos de desconexión,
a construir nexos provisionales
entre mi forma de percibir
y la de los demás;
pero hay días en que el cansancio
de esta traducción constante, pesa
que solo quiero habitar mi propio silencio
donde las palabras no importan
y la música se convierte
en pura arquitectura luminosa
un templo del sonido, donde puedo existir sin explicarme.