El día que sonriendo displicente
me enseñó que el disparo de una bala
solamente es mortal si se dispara
directo al corazón más inocente,
aprendí a no morir de mal de amores,
empecé a no pagar por mis errores
y salí sin poner intermitente.
Tenía un corazón de quita y pon
que a veces le servía de coraza,
y otras, al quitarle la mordaza,
volvía a ejercer de corazón.
Yo, que nunca estuve muy curtido
ni ducho en asuntos de las flechas,
le di un ultimátum a Cupido,
pero no ha contestado hasta la fecha.
Su adiós fue un dardo en verso sentenciado:
\"La última sagita es la que gana\".
Su nombre, como habréis adivinado,
lo llevaba en su frente: era Diana.