Estudié en Zaragoza, siguiendo el espíritu de Teresa de Jesús. La profesora de francés era una mujer de mediana edad, amable y educada e intentaba transmitirnos su amor y su pasión por Paris. Durante un curso escolar consideró que debíamos conocer el alma de Paris, dibujamos en un folio las principales vías de la ciudad y un día a la semana señalábamos un monumento y nos hablaba de él, de su historia, de su intrahistoria y de los mil colores de los artistas en el Sena. Flotaban los sueños cuando hablaba de la moda de Paris, donde menos es más, y la sofisticación era la belleza natural. Al terminar la clase escuchábamos su música favorita, poemas de cantautores franceses, George Brassens, Edith Piaf, Aznavour, etc.
Algún año después viajé a Paris, un billete de tren con un folio amarillento hacia una revolución. Paris fue la luz de un papel, el aria de una ópera. En aquella ráfaga del tiempo quería parecer parisina, y mi maleta estaba llena de vestidos, ni largos ni cortos, sin estridencias. Los franceses eran educados y los hombres caballeros. Mi hablar atolondrado y mi acento del sur me delataban, decían ¡una italiana! yo contestaba: española, y me miraban con sorpresa. Les conté que era vecina del consulado italiano de mi ciudad, que era totalmente cierto, y se me habían pegado los aires itálicos, parecía una broma. Ahora era una franco-italiana que había dejado su raza en un vagón de tren rumbo a España, de lo que me alegré, porque si me sale la raza, pongo una reina en la República, tanta educación y tanta perfección francesa empezaban a ponerme nerviosa. Tomé el tren con mi raza y regresé a la salvaje España, la que avasalla y no mira el dolor que provoca. Volveremos a vernos, Paris.