El que vio el rostro del dolor
y lo nombró sin miedo,
sin tregua,
como quien nombra la herida
que no deja de sangrar.
Tus versos eran un eco
de los heraldos negros
que anunciaban el lamento del mundo,
la voz rota del hombre que ya no puede
caminar en un suelo que se quiebra.
Nos hablaste de la muerte
sin atenuantes, con la crudeza de quien sabe
que el cuerpo es sólo polvo y que el alma,
sí existe, se desangra en silencio.
¿Quién podía entender tu grito,
tu voz que venía de un abismo
sin palabras?
Y aun así,
te escuchamos, porque en tu lamento
se decía
lo que nunca se puede decir.
Los heraldos negros no eran
sólo sombra,
eran el reflejo de tu alma,
la manifestación
de un dolor que se convierte
en universal.
Tu voz,
como un río de fuego,
arrastraba las piedras del corazón
y nos mostraba
el rostro verdadero del sufrimiento.
En tus palabras vivió
la tragedia de todo ser humano,
y en tu sombra caminamos todos.
Pero en tu sombra
también había una llama,
una luz que nos guiaba
a través del túnel,
aunque el túnel nunca tuviera fin.
Cuando el silencio aún nos cubre,
tu voz sigue resonando en el eco
de la oscuridad, como el último grito
antes del amanecer.