En un lugar de palacio, ya en su vejez,
una dama noble se asoma al ajimez.
Vestida de satén blanco y digna honradez,
su esbelta figura presume de elegancia,
ojos de verdes aguas y ánima de ausencia
En su mundo asoma el pasado persistente
de un fugaz romance de allende el horizonte.
La nostalgia la arropa con su tenue manto,
rubores de un tiempo núbil, de desencanto
que se diluye cual copo de nieve ardiente.
El sol anuncia el día con un rayo lánguido;
el aire calmo halaga su piel delicada.
En su singular quietud, su mente divaga
entre una copa de vino y un sueño herido
de amor que vició su destino desabrido.
Desde la sombra de la alcoba de esmeralda,
la ilustre señora observa con faz callada
un alegre coro de mancebos pasar.
Con un fino ademán, su discreción resguarda
tras la máscara de su arrogante mirada.
Arriba el paso real, con marcha vivaz,
caballeros del orgulloso cabalgar,
soldados con tambores llaman a bregar.
Ella observa esa gallardía pertinaz,
como quien mira el mar sin poderlo abrazar.
Sola, en el vacío del suntuoso aposento
un frenesí le induce un travieso danzar
con su soltería virgen de eterna seda.
Su corazón intuye feliz un momento,
la trova del buen bardo que nunca se apaga.
Llega la noche de solaz, la carne insiste
en el lascivo ardor del pecar reticente;
bebe un goloso licor de añeja bodega,
su pecho se acaricia viciosa, se embriaga.
A través de los arcos, la luz se despide,
el sueño se asoma con un nuevo matiz.
La dama espera aún, aunque su edad lo impide,
que un noble fiel la pretenda y rompa su cáliz.