Escribías no para adornar el alma,
sino para abrirla en canal,
como quien se arranca el corazón
y lo deja sangrando sobre la mesa.
No le temías al amor,
pero tampoco lo fingías.
Sabías que dolía,
que era una fiebre de cuerpo entero,
una pregunta sin respuesta
que se hace con los dientes apretados.
Tus versos hablaban
como habla uno en la madrugada,
con el miedo a que todo se rompa,
pero el apremio de decirlo todo.
“Te quiero a las diez de la mañana
y a las once, y a las doce del día…”
y a todas horas,
aunque ella no estuviera.
Aunque no volviera.
Aunque el amor fuera
un pájaro que sólo canta
en la jaula del pecho.
Tú no escribías para el aplauso,
escribías porque amabas,
porque perdías,
porque a veces el deseo
era lo único cierto en medio del ruido.
¡Y amaste tanto!
que aún nos duele esa mujer sin nombre
que tanto nombraste.
Aún sentimos que tu voz
nos arde en la garganta.
Poeta del amor sin excusas,
del cuerpo que se entrega
sin poesía artificial,
nos enseñaste que un verso puede ser
una carta suicida,
una flor salvaje,
una herida abierta
que se transforma en salvación.
Hoy te leemos
como quien vuelve
al rincón más íntimo de su casa,
y allí estás,
desnudo,
desesperado,
amando.