Dios no está en los libros ni en los templos,
ni en discursos dorados desde altares pulidos.
Está en la calle, durmiendo en un rincón,
jugando con el hambre y el frío de la noche.
Su catedral es de cartón,
donde el viento reza salmos rotos.
Sus manos, relámpagos sin nube,
acarician latas vacías,
trazan cruces en el lodo
mientras la ciudad le escupe himnos solemnes en la cara.
Tiene en los ojos historias del exilio,
pupilas que guardan lluvias antiguas,
y un mapa de puentes donde los pájaros ya no vuelan.
A veces es niño sin espejo,
jugando a contar monedas como estrellas.
O anciana que teje madrugadas
con hilos de sombra gastada.
A veces tiene colita, o alas rotas
entre los barrotes de una jaula invisible.
Su altar es una taza de humo.
Su milagro, el pan que no llega.
Es ángel con plumas de periódico viejo,
cargando titulares que pesan como piedras.
No pide incienso.
Solo quiere una bebida caliente,
una sonrisa que abrace el alma,
una voz que diga: Aquí estás.
Quiere humanidad sin balas ni banderas.
Que su sed no sea himno de bordes dorados,
sino agua en jarro compartido.
No quiere adoración.
Quiere que lo miremos,
que lo nombremos vecino, prójimo, hermano.
Y mientras tiembla, en su iglesia de asfalto,
que alguien encienda una vela,
y no permita que el mundo
la apague otra vez.
@Marcos Reyes