Ella, con las uñas negras
de cargar limones,
me miró como si supiera de mí
más que mi madre.
Cayó una moneda.
La recogió.
Y con esa curvatura del alma
me la ofreció como si no hubiera
miseria en el mundo
más que la que ella podía redimir.
Yo no supe hablarle.
Pero aún me pesa esa moneda
como una deuda.