No faltaron esfuerzos para destruir la plaza en Tembloitzàn. Los niños lloraban, agarrados de la mano de sus madres, que miraban con horror la barbarie.
Las máquinas iban y venían, repitiendo el proceso como en una película en reversa. Entre el estruendo de motores y el polvo marrón que se alzaba en nubes, se oían los gritos del jefe de obras. Había que derrumbarlo todo. Nada quedaría en pie, ni siquiera los árboles.
Olga había vivido toda su vida allí y nunca había visto semejante desastre. Destruir una plaza para construir un centro comercial le parecía impensable.
El alcalde defendió el proyecto: sería un atractivo para la ciudad. Tembloitzàn estaba de paso hacia la capital de Tecathitlaàn y, con esto, —aseguró— atraerían turistas y generarían empleo. Pero, pese a los esfuerzos de la gente por impedirlo, ya era demasiado tarde.
Meses después, inauguraron el centro comercial. Tenía una zona de juegos para niños. La entrada costaba diez dólares.
—Felicio Flores.