Cuando el cielo se parte entre noche y aurora,
y el suspiro del viento en secreto los nombra,
el Sol y la Luna —distancia que llora—
se miran de lejos… y el alma se asombra.
Él, fuego en los ojos, corona encendida,
ella, espejo de sueños, guardiana escondida.
Se buscan al alba, se extrañan al día,
se rozan apenas… con melancolía.
La Luna se viste de plata callada,
y el Sol, en su trono, la observa dorada.
Sus órbitas bailan un vals imposible,
amor invisible, destino inflexible.
Pero hay un instante, fugaz y bendito,
donde el universo detiene su rito,
y en eclipse pleno, en fase suprema,
la Luna lo besa… y el tiempo se quema.
Se funden los cuerpos, el cielo enmudece,
el Sol no abrasa, la Luna no ofrece
más sombra que abrigo, más luz que distancia…
Se abrazan los astros en pura constancia.
Y aunque separados por leyes eternas,
la fase más alta los vuelve leyenda.
Así su amor vive, no en lo cotidiano,
sino en cada eclipse… en cada humano.