Erré mil veces, madre, en el abismo
de la soberbia, el yugo y la quimera,
mas llevo el alma en púrpura flagelo
por redimir mi culpa verdadera.
No imploro ya perdón con voz fingida
ni tiendo el lauro vano del discurso;
prefiero enmendar, con sangre y con herida,
la senda en que te herí, mi único recurso.
Fui náufrago en mi orgullo, mar incierto,
dejé tu amor en mármol sepultado,
mas hoy, con cada acto que convierto,
alzo tu nombre en oro consagrado.
No quiero que mi amor sea solo un vocablo,
ni flor mustia en papel amanecido,
sino el sudor que a diario, inquebrantable,
te alivia el peso, madre, del olvido.
Y si un día al partir, postrada y leve,
ya no recuerdas quién besó tu frente,
será mi mano —humilde y penitente—
la que en tu lecho el corazón te eleve.
Porque aunque el tiempo quiebre la memoria
y el mundo olvide cuánto te venero,
tus ojos verán, como epifanía,
que en mis acciones arde un hijo entero.