No hay en el mundo entero
un cura, sabio o notario,
ni entrada en el diccionario
que testifique un sí quiero
sin anillos a la par.
O eso pensó María
Paz de Malvas Salazar
la víspera de aquel día
en que se iba a casar.
Se desposó en matrimonio
y entregó su patrimonio
a quien convino esposar:
don Justo Ladrón Letal;
vividor y caradura
que cavó la sepultura
de su cónyuge al palmar.
Y es que, una vez casados,
le dejaba preparado
todas las tardes un té
a su parienta María.
Ella no sabía por qué,
pero el caso es que sabía
que no sabía muy bien
aquel té que se bebía.
Le supo tan raro aquel
brebaje que le servía,
que no supo bien qué hacer;
y entre un té y otro té,
un sábado veintiuno,
más o menos a las tres,
sintió algo inoportuno.
Como Justo no venía,
hizo el petate y se fue.
Entró en la enfermería
en coma, en neumología
y en el féretro. Doy fe.
Don Justo cerró la historia
quedándose con la herencia
y le dijo a su conciencia:
aquí Paz y después Gloria.
Gloria era una vecina
de dinero y de buen ver
a quien él tomó por prima;
por prima y por su mujer.
Justo en su casa solía
tomar con ella café.
Ella sabía de memoria
cómo le gustaba a él,
y a él le sabía a gloria.
Hoy justo hace un mes
estuvimos en su entierro:
tras una crisis mortuoria,
quebró su salud de hierro.
Que Dios la tenga en su gloria.
De justo tenía lo justo;
de ladrón, el apellido,
y como habrán intuido,
pues no les resulta ajeno,
mataba que daba gusto,
haciendo a su nombre bueno.
Por acabar este engrudo
de los cafés y del té,
allí se quedó el viudo
con su pena y su parné.
Por si lo echabais de menos
(porque sé que sois curiosos),
hubo otra esposa después
a quien puso diez venenos
donde el café deja posos,
y, por supuesto, en el té:
Matilde Diez Alonso...
por quien os pido un responso.
Y esto fue todo. Amén.