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Carta a las Madres

 

 

Manos que modelan tiempo y quebranto,
recuerdo las noches de desvelo santo,
cuidando mi fiebre, mi débil aliento,
días de niñez, tu afecto, mi sustento.
El sabor de tus guisos, manjar cotidiano,
tras la escuela, tu mesa, mi puerto llano.
Pupilas que siempre miraron con dulce anhelo,
gracias, progenitora, por tu desvelo.

 

Espaldas que cargan silencios y anhelos,
sosteniendo futuros, desterrando duelos.
Fatigadas de tanto dar sin medida,
tejedoras de sueños, esperanza florida.
Desde el susurro ancestral en la penumbra,
hasta el primer vagido que el alma deslumbra,
la mujer, misterio y milagro constante,
fuente de la vida, amor incesante.

 

No de costilla frágil, sino de la entraña
primigenia brotaste, fuerza que empaña
la sombra del mundo con tu luz vital,
eres el río que vence todo mal.
Madre, crisol donde el ser se forja entero,
arquitecta de almas, amor verdadero.
Guerrera en la arena de cada jornada,
tu coraje florece en la flor más amada.

 

Nutres el cuerpo y el espíritu hambriento,
educas con alma, con firme aliento.
Defiendes con garras el fruto sagrado,
cocinas afectos, néctar delicado.
Amante que entrega su ser sin reservas,
abuela que cuenta leyendas y conservas
de sabiduría antigua, tesoro sin par,
tía, hermana, amiga, sostén del hogar.

 

Olvida, mujer, las dudas que te asaltan,
tu valor es la cumbre más alta.
Tus ojos tristes, espejos de lucha,
reflejan la fuerza que el tiempo no mucha.
Este poema es el eco de voces calladas,
de gestos de amor, de batallas ganadas.
Recuerda hoy, y siempre, tu esencia divina,
eres el verbo amar en su forma más fina.

 

A ti, mujer que brindaste el don vital,
a ti, madre que en mis hijos tiene sitial
un amor profundo, raíz que florece,
sin nombre evocado, mi espíritu ofrece
este canto sincero, gratitud inmensa,
por el prodigio eterno de tu presencia.
Y a ti, progenitora mía, faro en mi noche,
este verso final, mi amor te derroche.

 

JTA.