En los ardientes valles,
florecían las doradas
amapolas y las suaves rosas;
eran caminos aflorados,
habitados por ruiseñores
que cantaban al verte
y volaban al irte.
Eras tan magnífica,
que tus ojos cerúleos brillaban
como el sol, grandiosa y
hermosa creación de Dios;
amaba el dulce sonido
que de tus labios se desprendía,
y el vestido tan largo que
ese día llevabas,
todo de ti amaba.
A veces, te veía llorar,
y con mi pañuelo secaba tus lágrimas,
preguntando la razón triste.
Nunca me quisiste decir
aquellos tormentos que te habitaban;
por eso tomaba tu dulce barbilla,
la alzaba con ternura
hacia mis ojos,
y en ese instante silente,
te besaba,
como si el mundo se apaciguara
por un beso.