Te busqué en la sombra tibia del ayer,
donde el eco aún repite tu nombre
como un rezo perdido entre ruinas.
Pero el tiempo, ese ladrón sin rostro,
ya tejió nuevas vidas sobre nuestras cenizas.
Ahora tú…
vas vestida de otras promesas,
y yo arrastro cicatrices disfrazadas de rutina.
Nos encontramos, sí,
pero no en un poema:
en un campo minado de recuerdos.
Cada paso hacia ti
retumba en la conciencia.
No hay terreno seguro
cuando el corazón carga dinamita.
Tú sonríes,
pero tus ojos parpadean dudas,
como si el alma aún supiera mi idioma,
aunque tu boca ya cante en otro dialecto.
Y yo…
yo todavía te deseo con esa furia
que tienen los náufragos
al ver tierra en otra isla,
sabiendo que nadar ya no basta.
¿Qué somos ahora?
¿Dos errantes soñando con rescatar
el naufragio sin hundir más barcos?
¿O dos culpables jugando a amar sin castigo?
El amor —me enseñaste—
no siempre muere,
a veces se disfraza de deber,
a veces se esconde bajo la piel de otro cuerpo.
Pero acercarse es peligro.
Tocar tu mano es cortar los hilos
que te atan a tu ahora,
y los míos también sangran.
Porque revivir un amor enterrado
es invocar a un fantasma hambriento.
Es soplar sobre brasas dormidas
y quemarse la vida por un instante de fuego.
Y aunque te pienso…
aunque en mis sueños bailas sin culpa,
sé que esta danza nos podría matar.
Y tal vez el amor —si es sabio—
aprende a quedarse en silencio,
a vivir como un suspiro
que no se atreve a ser grito,
porque gritar…
sería detonar todo.