Mamá, cuando crecí entendí
que los vacíos que arrastramos a veces son tan profundos,
que nos impiden cuidar… incluso a un hijo.
Sé que sufriste mucho, lo sé,
porque una madre no se aleja sin llevar una herida abierta.
Y tu herida, mamá, no me es ajena;
la he sentido en mi propio ser.
Por eso dejé de reprocharte hace muchos años
y empecé a verte como lo que eras:
una mujer rota, luchando por sobrevivir entre sus propias ruinas.
Hoy te escribo para abrazarte con palabras,
para aliviar esa parte de ti que tal vez nunca sanó.
Te escribo para decirte que, aunque no pudiste estar,
yo sí estuve y siempre estaré para ti.
Porque te perdoné y elegí amarte.
Porque no quiero que mi descendencia cargue tu ausencia como una condena,
sino como un capítulo de una historia que decidí transformar.
Porque el amor, ese que nace del perdón más puro,
no grita: ¿por qué me abandonaste?,
sino que susurra: ¡Aquí estoy!, para limpiar tus lágrimas y volverlas alegrías,
para acompañarte en la luz y ahuyentar tus agonías,
para ayudarte a sanar todas tus heridas,
para que seas muy feliz en tus últimos días.
Mi amor será tu abrigo, tu refugio y tu consuelo;
mi mano será tu fuerza, mi abrazo será tu cielo.
Aquí estoy, mamá, y aquí estaré cada día,
llenando de amor tu vida y sembrando solo alegría.
Laura Meyer