Somos los jardineros del olvido,
estériles estatuas de sal que vigilan el desierto,
mudos testigos de un cielo
que llora balas en vez de estaciones.
Nuestros ojos son telarañas,
tejidas con hilos de noticias truncas,
pupilas ahogadas en la niebla de un \"no es nuestro problema\".
nuestras manos, guantes de cemento,
acariciamos espejos empañados
donde el dolor de Gaza se refleja borroso:
solo números sin nombre,
solo escombros sin infancia.
En la garganta, un himno de asfixia
cantamos paz mientras mordemos las manzanas envenenadas de los discursos vacíos.
Somos relojes sin agujas,
midiendo el tiempo con los latidos de quienes ya no tienen corazón.
Allá lejos, tras el muro de la indiferencia,
Gaza escribe su nombre con las raíces del lamento:
calles que son heridas abiertas,
hospitales que sangran versos de dignidad.
Palestina es una lágrima en el atlas del mundo,
un país dibujado con tinta de ceniza y olivos,
una patria que los misiles nombran \"tierra de nadie\"
mientras sus hijos tejen banderas con sus propias venas.
Pero hasta el silencio tiene grietas,
en los surcos de nuestra sordera germinan las voces enterradas,
semillas de verdad que rompen el asfalto
y nos obligan a mirar La sangre convertida en bandera.
¡¡Desnúdate del miedo, cómplice lunar¡¡
la noche no es eterna.
Cada grito de Palestina
es un espejo roto donde el mundo se refleja hecho pedazos, vestido de vergüenza y maquillado.