Al lado de tu lecho,
reposaban las cartas,
esos espejos níveos
que se deslizaban
por la lúnula
de tus dedos.
Esas mismas epístolas que,
enamorado,
te escribí.
Esas que alguna vez,
lejos, quizás,
fueron escritas
con un cálamo
rojo y negro.
Tanto anhelé decirte,
en alguna carta
remota,
cuánto te amé,
cuánto te quise
y cuánto quería
casarme contigo.
— Qué ganas más tontas —
saber que ahora,
duermes para siempre.