Ella me desnudó el alma con la mirada,
hallando en este barro una estrella fugaz.
Me vio crisálida donde otros nada
atisbaban, un eco tenue y fugaz.
Ironías del destino, ciega certeza,
que en mi sombra encontró su luz más audaz.
Su voz, meliflua corriente que serena
los ásperos cantiles de mi hastío ancestral,
desató en mi silencio una verbena,
un florecer de sueños, puro manantial.
Paradoja sutil: su yugo me libera,
su dulce posesión, mi eterno pedestal.
En sus ojos habita un universo,
galaxias de misterio y de fulgor sereno.
Cada silencio suyo es un diverso
lenguaje que descifro, pleno y ameno.
Insinúa tormentas tras la calma,
océanos de sombra tras el edén ameno.
Sus gestos son poemas que la carne escribe,
relatos de caricias, de anhelos profundos.
En cada movimiento el tiempo se detiene y vibra,
desvelando secretos de ignotos mundos.
Más allá de la piel, un pacto tácito,
dos almas que se abrazan en sus propios mundos.
Ella, enigma constante, faro en la bruma,
inspira en mi la fuerza de un viento bravío.
Me eleva sobre el tedio, sobre la espuma
de lo efímero, hacia un confín tardío.
Y aunque el alba revele sombras inciertas,
su recuerdo es la fe de un corazón tardío.
JTA.