Es extraño, casi incomprensible darse cuenta de que, aunque la ruta de escape se despliega nítida ante nuestros ojos, somos reacios a zarpar. Tal vez sea el miedo: ese viejo compañero silencioso que, disfrazado de rutina, nos aferra a la falsa idea de que lo conocido, por más duro y vacío que sea, es más seguro que lo incierto. El miedo se convierte en una manta vieja que apenas entibia, pero que nos ofrece la ilusión de abrigo, aunque por sus agujeros se filtre el frío de la insatisfacción.
O quizá sea la culpa, esa voz persistente que susurra al oído que nuestro sufrimiento es el precio justo por la felicidad de los demás, olvidando que la verdadera armonía florece en almas completas, no en espíritus quebrados que se inmolan sosteniendo lo que ya no tiene vida.
Hay quienes consumen sus días suspirando por la promesa de un aire fresco que intuyen al otro lado, soñando con paisajes de libertad que sus pies jamás se atreven a pisar, pero los sueños, huérfanos de decisión y acción, se marchitan como flores solitarias en un jardín olvidado. Y cuando el tiempo se agota bajo el peso de los “hubiera”, solo persiste el amargo eco del lamento.
Sin embargo, zarpar no es una huida cobarde, sino una caricia profunda al amor propio. Atreverse es reconocer que merecemos volver a vivir, sentir, reír. Zarpar es comprender que, aunque el mar sea incierto y las tormentas posibles, el verdadero naufragio es permanecer anclados en un puerto vacío, donde ya no crecemos, donde la esperanza se desvanece, y donde cada día pesa más que el anterior.
Laura Meyer