Cambiaba tanto de camas
como de ropa interior.
Un día, jugando a las damas,
me dijo: soy la mejor.
Y no mintió, no señor;
comiendo ficha tras ficha
recorrió todo el tablero
e incrementó mi desdicha
cuando perdí siete a cero.
Para más inri en mi cruz,
echó vinagre en la herida
de un siete en mi corazón
cuando me dijo al trasluz
de su mirada perdida
que pondría una condición:
la custodia compartida
de sus besos con pasión.
Compasión nunca sintió
en la noche de aquel duelo,
como tampoco el consuelo
de mí se compadeció.
Me pasé la noche en vela
leyendo la despedida
que me dejó en una esquela,
aunque seguía con vida.
Anoche la vi pasar
de la mano de cualquiera.
Ella no quiso mirar.
Y yo me cambié de acera.