Nacemos sin pedirlo,
como brotes que irrumpen la tierra sin saber del sol ni del invierno.
Un aliento, un llanto,
y ya el reloj del mundo nos reclama su tributo.
La infancia es un suspiro largo disfrazado de eternidad,
donde la ignorancia es un paraíso sin puertas,
y el asombro es la única religión verdadera.
Pero pronto, el tiempo,
ese escultor invisible,
nos talla con preguntas sin respuestas
y cicatrices sin explicación.
Crecemos creyendo en la línea recta,
pero la vida es un círculo escondido en espirales:
caemos para aprender,
perdemos para comprender,
amamos para doler
y doler para amar de verdad.
En la adultez, jugamos a ser dioses en jaulas de rutina,
buscando sentido en contratos, nombres y relojes,
mientras el alma grita silencios en los rincones.
Y cuando por fin empezamos a entender,
cuando el ego se calla y la mirada se eleva,
la carne comienza su lenta despedida.
Entonces viene la vejez,
no como castigo,
sino como revelación:
entendemos que fuimos pasajeros de un tren que no era nuestro,
que el amor no es posesión,
que la muerte no es enemiga,
y que la vida,
esa travesía absurda y perfecta,
nunca fue un destino,
sino un espejo.
Y volvemos al polvo,
al misterio,
al origen sin nombre.
Pero quizás, en otro rincón del cosmos,
un nuevo llanto nace,
y el ciclo —ese viejo sabio—
sonríe en silencio
y empieza de nuevo.