I
Me dediqué a escribir obituarios,
como quien talla nombres en las columnas del templo,
mientras los dioses antiguos, ebrios de silencio,
se desploman uno a uno
en la memoria rota del mármol.
Nombré la muerte como si fuese himno.
II
No eran muertos:
eran constelaciones caídas,
atlantes que cedieron su peso al polvo,
reyes sin tumba,
amantes sin epitafio,
cántaros donde el alma alguna vez durmió.
III
Cada obituario era una ofrenda a Hermes,
mensajero entre el umbral y la boca del abismo.
Yo era su escriba nocturno,
su sombra con pluma,
bordando epitafios en la túnica
de lo irremediablemente ido.
IV
Vi pasar a las eras como cortejos sin música,
cuerpos con máscaras de olvido,
nombres que brillaron un segundo
como monedas lanzadas al Aqueronte.
Escribirlos era como pescar
el último aliento de un dios moribundo.
V
Algunos me dejaron palabras en el aire,
otros, solo una mirada
como de esfinge que ha olvidado su enigma.
Yo, sin comprenderlos del todo,
los honraba igual:
con letras como ramas secas que aún arden.
VI
Y así pasaron los siglos bajo mis dedos,
como rebaños de sombras coronadas.
Me dediqué a escribir obituarios,
no por amor a la muerte,
sino porque allí, en su perfume de incienso,
seguí escuchando el rumor de lo eterno.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / mayo 2025