Mi poesía es un amasijo de versos
en el aire de otros poetas,
respiro versos
como si fueran la brisa de un alma ajena,
como si respirar fuera robar
el aliento de aquellos que ya no están.
Cierro los ojos,
y un nubarrón de pensamientos brota,
una tormenta de letras que se arremolinan,
se funden,
buscando decir algo
que siempre se escapa,
como la lluvia que cae
y nunca moja del todo.
Encriptados los párpados,
el iris se desparrama
en sombras que me miran desde adentro.
Mis ojos no ven lo que soy,
solo lo que los otros fueron.
Y mi poesía no es mía,
es un pedazo arrancado de cada palabra
que no se escribió a tiempo,
de cada boca que calló
lo que no podía decir.
Mis versos son un collage de fragmentos ajenos,
una suerte de escultura rota,
un mosaico de recuerdos que no me pertenecen.
En cada línea,
el eco de lo que jamás fui,
de lo que quise ser,
de lo que no me atreví a escribir.
Los plagios que arropan mi alma
no son robos,
son abrazos del pasado,
rescatados del olvido,
pero también son cuchillos
que me cortan la piel de la verdad.
Hay plagios que se sienten como un pacto,
como un compromiso con los fantasmas
que habitan mis pensamientos.
Otros son inconscientes,
como las huellas de una vida que no viví,
pero que he de revivir a través de palabras
que no me dan descanso.
Cuando me lagrimean los párpados,
es porque sé que cada palabra
es solo un refugio temporal.
Sé que la poesía no me pertenece,
que soy solo el vehículo
por el que pasan los ecos del mundo,
las voces que se adueñan de mis manos.
Pero aun así, sigo escribiendo,
porque en cada lágrima que cae
se disuelven las fronteras entre lo ajeno y lo propio.
Y en ese desbordamiento,
mi alma se encuentra
con la luz de una vela que se consume
en motas de lágrimas,
que caen sobre el papel,
y al final,
se hacen carne
en lo que jamás será completamente mío.