Silencio…
pero no el que sana.
No el que arropa con calma,
ni el que invita a la mirada.
Silencio de cables y luces,
de dedos que nunca descansan,
de voces ahogadas
en pantallas.
En la mesa hay cuatro cuerpos
y ninguna conversación.
Un like reemplaza el “te quiero”,
un scroll, la bendición.
El pan se parte en mutismo,
el alma en desconexión,
y los ojos —tan cercanos—
miran lejos, sin razón.
El niño aprende del ruido
que viene desde un cristal,
y la madre ya no escucha
lo que su hija quiere hablar.
El padre responde al trabajo,
aunque ya esté en su hogar,
y la risa se archiva
en un grupo familiar.
El hogar está encendido,
pero nadie se ha tocado.
Hay señal en cada esquina,
pero el amor…
está apagado.
Se apilan los días iguales,
el abrazo se vuelve post,
y la ternura, fugaz,
como una historia de dos.
¿En qué momento perdimos
la costumbre de mirar?
¿De leer los gestos del otro
y no solo un titular?
Silencio…
pero no de paz.
Silencio que duele y no sana,
porque no es soledad elegida:
es la presencia abandonada.