Nos bastaba eso:
una mesa,
dos cervezas,
y el humo lento de los silencios compartidos.
Preferimos lo sencillo,
sin fiestas, sin nadie más,
solo tú y yo
desgranando las horas
como quien no quiere que se acaben.
Las palabras iban y venían
—ligeras, densas, sinceras—
y sin darnos cuenta
el reloj se rindió:
eran las cuatro,
y seguíamos ahí,
tan cerca.
No hizo falta nada más,
solo dejar que el sueño nos encontrara
donde ya nos habíamos encontrado antes:
en la calma de estar juntos,
sin apuro,
sin promesas,
pero con todo.