Los hijos nos ven
cuando creemos que no.
Nos miran en los gestos,
en las pausas,
en los silencios que dejamos caer
como si no fueran a notarlos.
Ellos no preguntan todo,
pero entienden más
de lo que decimos.
Nos ven cansados
y nos abrazan.
Nos ven ausentes
y nos esperan.
Nos ven llorando
cuando juramos que estábamos bien.
No les enseñamos a amar…
nos vieron hacerlo.
No les pedimos que perdonaran…
nos vieron intentarlo.
Hay un espejo en sus ojos,
y a veces asusta,
porque nos devuelve
la versión más real
de lo que somos.
Uno quiere ser ejemplo,
pero termina siendo humano.
Y está bien.
Porque los hijos no necesitan padres perfectos,
sino sinceros.
Y cuando crecen,
quizás también entienden
que, aun con nuestras torpezas,
fuimos capaces de amar
como supimos.