Tenía el corazón bien amueblado,
un deportivo rojo en Montecarlo,
un culo respingón para enmarcarlo
y un expediente limpio de pecado.
Tenía un desamor en cada puerto,
saltaba con los pies sobre la tierra,
su corazón le declaró la guerra
y decidió dejarlo boquiabierto.
En cuanto dio esquinazo a sus escoltas,
abrió de par en par sus dos armarios
y eligió, sin tiempo a inventarios,
zapatos de tacón y falda corta.
Aceleró sus pasos con confianza
y entró en una de esas discotecas
donde las pijas parecen muñecas
buscando ricachones sin alianza.
Pidió un martini seco al camarero
y él le preguntó si estaba sola;
notó que le subía una amapola
y supo que el flechazo era certero.
Él no le prometió el Santo Grial
ni fichas que arruinasen a la banca,
pero mostró la sonrisa más franca
que todos los banqueros del local.
Hoy vive en algún barrio de Argentina,
le llega a fin de mes para la fruta,
se mueve en bicicleta y disfruta
pidiéndole la sal a las vecinas.
Martín, su primogénito, es portero
de una discoteca que hay en Mijas,
a donde cada noche van las pijas
buscando un ricachón que esté soltero.
Algunas noches, cuando encuentran hueco,
se sientan y contemplan las estrellas.
Jamás llegó a contarle quién fue ella.
Y él le sirve un martini seco.