Creí detestarte, figura arrogante,
tu ceño era un templo de hiel y desgano,
mas caí rendido, lo juro, profano,
por esa altivez que fingías constante.
Te erguías altiva, de orgullo vestida,
con gestos que rozan la afrenta divina,
y yo, tan patético, en vana rutina,
odiaba adorarte, sangrando la herida.
Tu risa, burlesca, de reina fingida,
tronaba en mi pecho cual cruel bofetada,
y en vez de esquivarla —¡ay alma enlutada!—
la amé como se ama la ruina encendida.