Nos bebíamos cual sedientos peregrinos que cruzan el desierto,
nuestras pieles se doraban bajo el sol y con la luna
-con tanto calor-.
Nos mirábamos, ¡ah sí, cuánto nos mirábamos!
Las caricias sin manos
-tan sólo con los ojos, con el pensamiento-
hacían de nuestros momentos
instantes callados de letargo y de pasión
posible lo imposible,
poseerte sin tocarte,
beberte en un solo trago y luego, luego saborearte.