Rosendo Ruiz

Juicio de campo

Era una dama del campo

caliente, seco y salvaje,

subordinada de un capataz

de esos de los de antes.

 

Fue una tarde cualquiera,

ella estaba en los trigales.

Él se acercó muy transpirado

y oscureció su semblante.

 

— Todavía me debés

    por mi nobleza. — 

dijo él mientras profanaba

su carne tiesa.

 

¡Qué cosas de la vida!

El viento sembró

un fruto tan caliente

como su rencor.

 

Lo quiso igual

pues era su vástago,

y en cuanto al capataz,

murió sin cargo.

 

Escapó cuánto antes

de ese campo maldito

y se casó con un sereno

bien de la ciudad.

 

Pero ningún pastelito

que ella le preparara

calmaba su sed de mirarla

por debajo de la cabeza.

 

Cuántas mujeres trajo

el buen marido

para recordarle siempre

su espíritu impio.

 

Y el tiempo pasó

y las tijeras de la muerte

cortaron los lazos

de su desdicha candente.

 

El sereno siguió

de mujer en mujer,

hasta que se quedó

con una joven campesina.

 

Vivió en el campo

el resto de su vida

recibiendo latigazos

de su joven pueblerina.

 

¡Si habrá alucinado

con su vieja señora,

con sus ricos pastelitos

y su pesada sombra!

 

Un día sucumbió

entre los suaves trigales

mientras veía con temor

a su recordada consorte.

 

Qué curioso el destino

otorgando desdicha

a quienes desprecian

las almas sufridas.