Era una dama del campo
caliente, seco y salvaje,
subordinada de un capataz
de esos de los de antes.
Fue una tarde cualquiera,
ella estaba en los trigales.
Él se acercó muy transpirado
y oscureció su semblante.
— Todavía me debés
por mi nobleza. —
dijo él mientras profanaba
su carne tiesa.
¡Qué cosas de la vida!
El viento sembró
un fruto tan caliente
como su rencor.
Lo quiso igual
pues era su vástago,
y en cuanto al capataz,
murió sin cargo.
Escapó cuánto antes
de ese campo maldito
y se casó con un sereno
bien de la ciudad.
Pero ningún pastelito
que ella le preparara
calmaba su sed de mirarla
por debajo de la cabeza.
Cuántas mujeres trajo
el buen marido
para recordarle siempre
su espíritu impio.
Y el tiempo pasó
y las tijeras de la muerte
cortaron los lazos
de su desdicha candente.
El sereno siguió
de mujer en mujer,
hasta que se quedó
con una joven campesina.
Vivió en el campo
el resto de su vida
recibiendo latigazos
de su joven pueblerina.
¡Si habrá alucinado
con su vieja señora,
con sus ricos pastelitos
y su pesada sombra!
Un día sucumbió
entre los suaves trigales
mientras veía con temor
a su recordada consorte.
Qué curioso el destino
otorgando desdicha
a quienes desprecian
las almas sufridas.