Me cansé.
Me cansé de confiar, de abrir el corazón como si no doliera, de entregar mi tiempo y mi fe a personas que solo saben fallar. Me cansé de pensar que esta vez sería diferente, de esperar algo nuevo en una vida que se repite, una y otra vez, con la misma rutina amarga y los mismos finales rotos. Ya no tengo fuerzas para seguir creyendo en palabras vacías ni en promesas que se disuelven apenas cruzan los labios.
Me harté de dar lo mejor de mí a quien no lo merecía, de ser refugio para tormentas ajenas mientras yo me ahogaba en las mías. Me harté de ser fuerte para los demás cuando nadie lo fue para mí. La decepción dejó de doler, ahora solo cansa. Y en ese cansancio, en ese punto de quiebre, entendí que algo tenía que morir para que yo pudiera seguir.
Así que lo dejé atrás: la ingenuidad, la esperanza, la ternura. Quemé lo que me hacía vulnerable y renací de las cenizas como alguien distinto. Más frío, más distante, más mío. Ya no busco, ya no espero, ya no confío. Aprendí que la soledad, por cruel que parezca, es más leal que muchas personas.
No volveré a ser el mismo. Ese que creía en las segundas oportunidades, en las disculpas sinceras, en el amor incondicional… está muerto. Y lo lamento por quienes me conocieron antes, porque ese ya no vuelve. Ahora, soy quien sobrevive, no quien se desvive.