Recuerdo un día –no importa cuál–
de hace tiempo –no importa cuánto–,
en que un zumbido quemó a –como al blanco
papel, blanco limpio– mi mente.
Sorprendido, giré. El zumbido
punzó el oído, tomó la forma
de hormigas en mi nuca.
No era sino magia,
que nunca hubo sido audaz;
sus alas como velos, plumas lentejuelas,
y colores de bailarina oriental.
Vino de paso, besó las flores,
zumbó también, voló entre
el elemento primordial,
aquel destino de todo ser.
Las flores se abrieron, le cantaron.
Recuerdan en sus fibras el zumbido
desaparecido y el escalofrío dejado.
Y ahí pensé: “Qué bello es todo lo que acaba”.
Junto a las flores, y
a propósito del calor,
pensé en el anhelo de la memoria,
del animal que de pronto, despierta el
romance a lo ínfimo... bello... perpetuo.