¡Qué estupidez! Don Rómulo plantó este manzano.
Lo cuidó hasta el día de su muerte.
Pobre viejo, jamás dio fruto... qué mala suerte.
Los más viejos decían que era hechicero, que embrujó a Fulano y a Mengano.
¡Qué basura de historia! ¡Qué basura lo que uno se pone a pensar en momentos como este!
¡Al diablo con todo esto! Ya no tengo nada que perder.
Esa rama parece fuerte... y esta soga, resistente.
La madrugada apenas empezaba a acariciar los cerros, los arbustos y los suelos.
Fue muy rápido. Ya no hubo más miedos.
—¿¡Qué hacen!? ¡Suéltenme! ¡Bájenme de aquí! —gritaba con gran afán.
Risas burlonas salían de entre los matorrales.
—¡Coman y beban hasta saciarse! —gritaba, entre carcajadas, extasiado, un anciano,
mientras duendes y nahuales devoraban del fruto que dio el manzano.
—¡No! ¡No quiero estar aquí! ¡Alto! ¡Por favor! —gritaba desesperado.
—Grita lo que quieras, hijo. ¡Ellos jamás se cansarán!
Mi árbol ha dado fruto: una manzana jugosa, la más jugosa,
una manzana de Adán.
—¿¡Qué hice para merecer esto!? ¡Perdón! ¡Paren, por favor! ¡Duele! ¡Me duele! ¡Aaaahhhrrrggh!
¡Dios, sálvame! ¿Qué castigo es este? ¡Duele! ¡Duele!
—Grita lo que quieras —decía la voz—,
son sordos, jamás se sacian, jamás se cansan...
y ya ni para qué llorar.
¡Créelo!
Yo hasta ésta noche estuve en tu lugar.
Héctor Franco.- El Árbol de Manzano