El sol acaricia a la luna en cada ocaso; tiernamente calienta su espalda, la besa y se oculta en su cuarto. Pero, como todo un caballero, va dejando lentamente un paisaje colorado a su paso, y, de esa manera, se despide tímidamente de su amada hasta el orto, donde confluyen en un abrazo.
El sol y la luna tienen un amor de muchos años. Ella lo espera con paciencia todo el tiempo; sin embargo, él, apresurado, vuelve a ella a cada rato. Es que esos dos tienen algo que nos mantiene en vilo a todos los humanos, pues, si la luna no se mostrara y él no se ocultara, no podríamos contemplar ese sublime espectáculo.
El amor de la luna por el sol es tan inmarcesible que llega a eclipsarlo, y es entonces cuando consuman ese amor los dos enamorados. Ella arde y él, a oscuras, en una celestial alegoría, se entregan a las fuerzas y misterios entrañables del universo que habitamos…
Oh, amor mío, ¡cuánto quisiera que fueras sol y yo luna, para imitarlos y, en el afán de amarnos, permanecer eclipsados en un abrazo desde el orto hasta el ocaso!