Dicen mis pasos, ecos en la sala,
que mi atención se esparce cual moneda,
que cada gesto amable es una bala
de un arco que a mil dianas asedia.
Ignoran la memoria que me habita,
el faro extinto de una luz primera,
que aún gobierna la pupila infinita
y a toda sombra pasajera supera.
Regalo flores, sí, palabras suaves,
un eco de la gracia que me habita,
más no es la flecha de los juegos graves
que al corazón, con nombre, se acredita.
Es la costumbre antigua, el buen talante,
el gesto que la hiel del mundo esquiva,
un puente leve, sin amante constante,
sobre el abismo donde el alma viva.
¡Oh, paradoja cruel del alma errante!
Reparto luces buscando una aurora,
y en la pluralidad, constante y flagrante,
la singularidad aún me ignora.
Ironía sutil del peregrino,
que siembra afectos sin hallar su tierra,
creyendo acaso el corazón mezquino
que en cada dádiva su dueño yerra.
No ven la espera, la paciente sombra
del árbol que una vez dio fruto pleno,
y cómo el alma, aunque la vida asombra,
aquel sabor primero busca, pleno.
Así camino, entre la voz que acusa
y el silencio profundo que me vela,
buscando en rostros la olvidada musa,
sin que la cortesía mi anhelo revela.
Que sigan, pues, sus juicios presurosos,
ciegos al mapa de mi íntimo anhelo.
Mi cortesía son los ramos hermosos
que ofrezco al fantasma de aquel viejo cielo.
JTA.