Una sombra me esperaba en la esquina de la tarde,
para volar con las alas de mis labios azulados;
yacía en su barbilla un horizonte que arde,
en el tablero embarazado de mis dados.
Su esqueleto cabelludo deja rastros en la niebla,
dándome las pistas de un misterio descubierto;
mis miedos agudizan más que la tiniebla,
la cita fantasmal de este amorío incierto.
El ocaso elogia la travesura de su cintura,
otorgándole violáceos destellos en su guitarra;
fusiona los elementos en una escultura,
para el embeleso final que me desgarra.
La miro desde lejos, desde mi balcón almidonado,
ella aprecia la pared con los ojos cerrados;
cuando gritaba: “Acércate, para expiarte los pecados…”,
quería salvarme a besos de mis tumores pasados.
“La noche se ha embriagado de siluetas; no podré salir”,
le explicaba con la hiel en mis lagañas;
“aunque me mutiles después, no podré cumplir…”,
Negociaba, irritable, con el alma y sus pestañas.
“No me iré hasta que amanezca; así dice el contrato…”,
vocifera el espectro femenil en el relato;
“…si no bajas, habrá un macabro asesinato:
si no me alcanzas, o te mueres o me mato”.
Dos vidas al filo de la funesta navaja,
eso me ha empujado hacia su encuentro;
tocando su frente, que me ultraja,
me hallé ante la Aurora, en su epicentro.