No digas que fue solo un sueño,
fuiste tú, bella endemoniada,
al despertar de madrugada
quien me tuviste adormecido,
con tus pócimas de beleño,
con mis ojos aún sellados.
Te abrigaste en mi pecho cálido,
con claras ganas renacidas,
burlando mi mente menguada
por tu conjuro proferido,
como tu arlequín de ensueño,
para el gozo de tus pecados.
Tus pupilas, verde cupido,
rayo de una luz deseada,
rogaba otra vez ser amada.
En tu boca, un beso perdido
me despertó del breve engaño
de tus rocíos pervertidos.