Syol *
FESTIVAL
Resuelto a cursar estudios de partitura, me personé en el centro cultural de mi localidad. A mis doce años tocaba ya la guitarra, con ánimos de convertirme en un gran concertista. Había crecido en aquel apacible pueblo, al que eventualmente, iba a dejar atrás por futuros estudios vocacionales en provincia, o por la absoluta razón de ingresar a la universidad. Aún con la incertidumbre de los días venideros, adoraba los espléndidos veranos vividos en aquel caserón de la playa, donde mis padres asentaron su eterna complicidad de esposos. Era placentero tumbarse bajo los pinos que flanqueaban aquel litoral, bordado de casas coloniales, asistir a un estreno en la céntrica sala de cine, o simplemente recorrer la ronda del parque, repleto de paseantes los fines de semana. Cómo olvidar el legendario mirador coronando la loma, abarrotada de casas humildes. Impresionaba mirar de lo alto el rojo espiral de tejados, perdiéndose ladera abajo entre las finas callejas.
Era mediados del setenta y ocho, cursaba entonces el primer año de secundaria. Al salir de clases me iba directo a casa, y a eso de las siete, solía pasar por el edificio de cultura. La brisa de aquel atardecer atravesaba los tres portones abiertos de par en par, y aún sobre el viejo lunetario, los amplios vitrales depositaban el multicolor reflejo del sol, ya decadente. A paso sigiloso, busqué la última hilera de butacas. Una atrayente introducción vocal llenaba la acústica de la sala, cuando el inesperado apunte del maestro, impuso un abrupto silencio. - ¡ Alto !, ¡ chicos ! ...¡ es preciso llegar con mas holgura a esas primeras notas !, - profirió a voz tajante desde un delantero extremo del lunetario. Aquel era un hombrecillo de mediana edad y reposada estampa. La clásica línea del peinado, le dividía a un lado el cabello abundante y rojizo, que fijaba con vaselina gruesa. Era indiscutiblemente miope, con los ojillos pardos tras sus lentes de botella. Luego del breve señalamiento, pidió repetir de principio a fin las notas de aquella pieza, que minutos antes escoltara mi furtivo paso al ensayo. Desde la sobria tarima, cuatro chicas confiaban sus voces al respaldo instrumental de tres aficionados músicos, que hacían sonar la guitarra, una flauta, y algo de percusión. Todos, excepto el guitarrista que ya rondaba los veinte, oscilaban entre los catorce y dieciseis años. Eventualmente, necesitaron adicionar una segunda guitarra, y no dudaron en invitarme a los ensayos. Un cálido día de junio, el maestro recibió una invitación para participar en un festival mundial que se organizaba en la capital. Era principios de agosto cuando arribamos a la gran urbe. La ciudad había colgado logos en las vallas lumínicas, las plazas, y en las vidrieras de tiendas y teatros. Un ataviado ómnibus nos trasladó a los suburbios. Soleada, entre pálidos edificios y parques de juego, asomó tras los cristales del ómnibus aquella localidad, curiosamente dispuesta para niños y jóvenes. Nos alojaron en feudos de blancos campamentos, donde un ala de la brisa delataba al mar, distante y silencioso.
Doraba el sol la nueva mañana cuando un afable guía, se personó a las puertas del campamento. Tras desayunar como gorriones, nos incorporamos al multicolor desfile que abarrotaba la angosta calle, saturada de altavoces. El remolino de jóvenes no paraba de salpicar el aire con risa y jergas extrañas. Yo me sentí acorralado en medio de aquella marcha, que se me antojaba absurda. Aún bajo el agobio de los gritos y el calor, me dejé arrastrar rumbo a una solemne plaza, donde no asomaban jardines, ni árboles donde mitigar el inclemente sol del mediodía. Luego de dos largos días de excursiones, el programa de actividades organizaba funciones diurnas en plazas y anfiteatros. Trabajar bajo aquellas temperaturas era engorroso, aún cuando la adrenalina de la presentación nos hacía abandonar la idea del calor.
El primer espectáculo nocturno tuvo lugar en un vetusto edificio, que a primera vista semejaba a un castillo medieval. Esbeltas palmeras bordeaban la espiral de aquel pasaje angosto, que justo en la cima conectaba el iluminado portón. Ya cruzábamos el umbral, cuando un tropel de niños se nos vino encima. Durante el trayecto al salón, un desfile de manos regordetas tiraba fastidiosamente la cinta de mi guitarra. Tras acometer la pesada broma, aquellas manos regresaban hábilmente a la inquietante turba, sin exponer rostro alguno al que dirigir una furibunda mirada.
El escenario de media luna, era un desafío ante la euforia que estremecía la sala. Un chorro de luz embistió la tarima, desvelando el beso de agosto perlándonos el rostro. El galeón rematado al borde de mi poncho, centelleaba a duelo con las pulimentadas curvas de la guitarra. Sobre el tendido silencio corrieron los primeros acordes. Un foco escarlata escoltó el trayecto de la solista al centro del tablado. La cristalina voz giró sostenidamente unos instantes, para luego florecer a ensamble de cuerdas, flauta y percusión. Mas allá del balcón y los parques plagados de luna, la música resbalaba libremente al aire de la noche, peinando las medusas palmeras del camino.
Al filo de las doce nos llovió el aplauso del último tema. El público mengüaba en lenta retirada, cuando una chica de aspecto vampiresco atravesó las cortinas, extendiéndome un trozo de papel. Un subrayado nombre de mujer sobre un número telefónico, conformaba la escueta nota. Sin esperar respuesta, la enigmática emisaria desapareció tras la gruesa cortina. Me despojé de la guitarra, y con premura bajé los roídos peldaños de la tarima.
Atravesando la penumbra del pasillo, deambulé tras la desgarbada chica. Por mas que me esforzaba, no lograba escuchar el sonido de sus pasos. Comprendí entonces que su figura, flotaba como un espectro la desolación de aquel sombrío corredor. En algún momento, detuvo abruptamente el paso, había notado que le seguía y se volteó. El dardo de su mirada gris me produjo escalofríos. Giró el huesudo rostro buscando aquella desmerecida terraza, donde un grupo de chicos, charlaba escandalosamente. Elevando un pálido índice, señaló a una abstraída chica, que inclinada en el blanquesino barandal, descuidaba el jolgorio de sus contertulios. Yo había avanzado tres pasos cuando volteó a verme. Era de frágil figura y una palidez de cisne. Por un instante, me perdí en la ruta del claroscuro de sus cabellos, regándole los hombros en una caricia de seda. Bajo el arco de las cejas, largas pestañas revoloteaban sus grandes ojos café. -Hola - dijo dulcemente, y al sur de la perfilada nariz, los voluptuosos labios reptaron el silente júbilo del cazador, ante la presa lograda. Yo atiné sonreír con la fugacidad de un relámpago. Ella extendió su mano de escarcha, y con voz quieta pronunció su nombre: - Patricia - Al instante recordé el dibujo de su caligrafía. Elevé la mirada sin saber qué agregar, y cuando ya estaba a punto de escapar, una palabra suya dejó brotar aquella conversación, que no llegó a florecer, - Además de conocerle, quería darle las gracias por regalarnos una maravillosa noche de concierto. - dijo con un marcado entusiasmo que advertí descender a la pena, - Como comprenderá, acá las noches suelen resultar algo monótonas. - concluyó ahogando la voz, como evitando la pugna reveladora de alguna fibra oculta. Tras consultar el diminuto reloj pulsera, murmuró una inaudible queja que la apartó de mí. Perplejo, la ví volverse un par de veces regalando su sonrisa clara. El eco de sus pasos pareció devolverla presurosa, a una pareja de mediana edad, que de brazos abiertos le aguardaba al fondo del pasillo. Atrincherado tras una gruesa columna, contemplé aquella estampa de mimos y lejanas palabras.
Esa noche Patricia, despejó mis dudas sobre su estancia en aquel lugar. Dejó claro que no recibía cuidados de salud, y que estaba allí porque sus padres prestaban servicios médicos, en aquella institución para niños con sobrepeso y diabetes. Ya a punto de dormir repasé la hora del concierto, y la última mirada de Patricia perdiéndose por aquel pasillo de la planta.
Nos dimos cita al día siguiente. El aire de la tarde rizaba las ramas de los árboles, y arremolinaba las hojas caídas a nuestro paso. Junto al aroma de la hierba recien cortada, viajaba el suave perfume de Patricia. Atrás quedaba la pálida ciudadela de campamentos, que a pequeña escala simulaban esparcidos jirones de alguna osamenta, barada en el verde infinito de aquel prado. A escasos pasos del acantilado, murmuraba la inquieta marea del caribe. Patricia alcanzó mi hombro, invitándome a seguir el intrépido vuelo de una golondrina, que tras precipitarse curiosa, se devolvía cual saeta al depurado azúl del cielo. Reímos puerilmente, rememorando todo lo que nos llevó a juntarnos la pasada noche en aquella roída terraza. Sin tiempo a hilbanar socorridas palabras, aquel profundo silencio nos fué acorralando en un lazo de miradas. Patricia había alzado las manos a mi rostro, y sin mas preámbulo me besó tiernamente. Movida por un repentino pudor acabó dándome la espalda. - ¡ El festival terminará en cuestión de días ! - dijo con una marcada tristeza que no pudo disimular. - ¡ Es cierto ! - , respondí resignado. Patricia se volteó, clavándome sus grandes ojos café. - ¿Qué pasará con nosotros ?. Sin saber qué responder, bajé la mirada a la rala hierba del camino. Abstraído, mi puntera apartaba con desgana, las hojas secas que cubrían la pulida superficie de una roca. Sin abandonar el curso de aquella queja, Patricia me tomó por los hombros preguntando severamente : - ¿ Qué pasará con nosotros ?. - Le sostuve la mirada aún sin responder. Su rostro pasó de la angustia a una sorprendente luz, al preguntar; - ¿ y si nos fuéramos juntos ?. - Temiendo matar su entusiasmo, negué repetidas veces, y sin darle tiempo a reaccionar, alcancé decirle, - ¡ Sería una absoluta locura !. ¡ Nos buscarían como a legítimos prófugos, para luego devolvernos al castigo de nuestros padres. No tenemos la suficiente edad como para emanciparnos !, ¿ lo entiendes ahora ? - ! Entonces no te vayas, quédate conmigo !. Respondió Patricia enjugando aquel hilo de llanto que rodaba en su mejilla. Preferí guardar silencio. Aquella conversación me había hecho sopesar las futuras obligaciones conyugales, y yo amaba ser libre. Era demasiado jóven para atarme a las obligaciones de una relación que a largo plazo, acabaría en los típicos problemas de la gente mayor. Amaba realmente a Patricia, pero solo tenía doce años, una corta edad a la que la misma vida no dudaría en atropellar, con su extenso catálogo de adsurdas propuestas. Patricia permaneció callada, con los ojos cuajados en llanto. Resignada, elevó la mirada a un caprichoso ramo de nubes blancas. El fantasma de la despedida, aleteaba con saña mi oído, y urgido en deshacer aquel doloroso instante, la atraje hacia mí en un desaforado impulso. Permanecimos quietos en aquel callado abrazo que nos devolvió la calma. La tarde legaba ya su esplendor al crepúsculo, cuando a paso tardo, nos fuimos perdiendo entre el vasto sendero de flores y el aire prófugo del mar. Agosto deshojaba dulces días de música y felicidad, una esquiva felicidad a la que nos aferrábamos ilusamente, sin pensar en las escasas horas que restaban a mi viaje.
Con los últimos destellos del verano, deambulé por el pálido tapiz de la playa. El sol se despeñaba tras el mar iluminado, y el sendero de flores que nos viera cruzar cada tarde, negaba sin piedad el asomo de Patricia. Bajo un puñado de tempranas estrellas, moría otra ronda en el reloj. Cansado de esperar, terminé tumbándome en la hierba. La luna cubría de plata sus lenguas de esmeralda, cuando un mascado pliego tirado por el viento, voló de mi bolsillo a la batiente orilla. Esquivando una ráfaga de arena, seguí con dificultad aquella tambaleante ruta, que tras perder altura, se precipitó sobre las crestas del agua. Éstas ya se disputaban el placer de derribarle, cuando de un sorpresivo giro volvió a elevarse mar adentro. A paso zigzagueante, el torturado pliego atravesó la profundidad de la noche, llevándose a la nada, el trazo emborronado de una ilusión perdida.