Alberto Escobar

Sobrepuerta

 

No puedo cruzar
las puertas que pintadas
aparecen en los cuadros.  

—Dice Holan según Clara Janés.

 

 

No están abiertas. 
Detrás un paisaje, sugerente, 
delante, la intención de cruzar
un dintel al óleo, supuesto,
aparente al que mira e imagina.
Miro el cuadro y me sobrecojo,
entro y me acojo a ese mundo
que se pinta dentro y no existe.
De un lado a otro mis ojos vuelan,
entender quiero el entorno, la nube,
el pájaro sobre un aire de tela, azul,
con un sol que calienta y no se ve. 
Hay otras puertas pero todas salen
de esta, en la que me adentro.
Un mar me recibe, y sus olas chocan
contra la caliza de un molusco antiguo 
que muestra su pulpa, su comida,
y un horizonte al fondo como ajeno,
como postizo a ese mar, de un color 
que no casa con su malva turquesa, 
de un rojizo casi fucsia impropio, extraño
a la hora en que se produce el ocaso
y que el reloj de la plaza campanea fiero, 
como si el planeta al que se adscribe 
fuese reo de herejía y deba pronuciar
su último sermón antes de caer extinto. 
Me duele el ojo derecho, un orzuelo manda
sobre la veracidad de su párpado y lo rellena,
no me deja ver el universo que se debate dentro,
no me deja decidir si me adentro o me quedo
en la superficie de lo que significa, si salgo
fuera para virar su umbral e interesarme 
por el primer plano, empaparme de la narrativa
que el pintor quiere arrojar contra el que mira. 
Dejo la escritura con urgencia, el ojo me duele,
el orzuelo no da tregua y el medicamento, agrio,
tendrá que mezclarse con mi sangre y rezar. 
Salgo afuera de la puerta, de la habitación,
del gabinete de maravillas que poseo, y duermo.