Alberto Escobar

Paréntesis

 

Un gran libro 
es un gran mar. 

—Calímaco. 

 

 

Desde la orilla diviso el mar.
Es hora de comer, descalzo, el agua
combatiendo el calor que por la arena
me sube desde los pies, sal, brisa, tres
de la tarde —a dos horas de la hora 
predilecta de Federico—, la playa calla,
los niños sentados sobre una leve toalla
cumpliendo las obligaciones alimenticias
que sus padres les imponen, dos horas
de digestión para tenerlos controlados
—es una de las muchas leyendas urbanas
que me taladraron de pequeño—, la sombrilla
como refugio al rigor acerante del sol 
a esas hirientes horas, brillando con todo 
el coraje que cabe desprenderse de su ígnea
superficie, el agua esperando su turno
tras un infierno de arena y yo, bocadillo
en ristre y refresco para empujar, mirando
con intensidad la naturaleza que todavía,
a pesar del daño que ocasionamos, reboza
este paisaje, barquillos de pesca al fondo, 
anclados a la pesadez de la tarde y respetando
el sueño reparador de esos pescadores
que abandonan a la familia por un mísero jornal. 
Miro la huella que los pies van dejando
sobre la muelle consistencia de la arena, ya mojada,
ya moldeable y modelable en castillos,
me sumo en la indefinición de ese horizonte, 
el cielo y la tierra pierden de repente su acepción
lexicográfica hasta adentrarse en una semántica
todavía inédita, que yo me doy a inventar a fuer
de versos improvisados, de alguna ocurrencia vana,
a destiempo, y de repente mi hijo me llama, quiere
postre, heladear a propósito de un vendedor gitano
que se aproxima desde poniente —hago caso omiso—. 
Es mi momento, cuando termine de comer
buscaré la cartera para comprarlo, antes no...